Drácula
Que yo sepa, hay dos maneras de ver la vida que tenemos por delante. Dos formas distintas de vivirla, por fuera y por dentro. Y son dos también el modo de conseguir morirla, con razón o sin ella. Así pensaba de joven y mantengo hoy la idea aunque con los años se me ha llenado de escorias y he perdido su clara percepción. Se me arrincona el juicio que tengo sobre la vida y a veces sale impetuoso alarmando a los míos - quienes me acusan sin palabras feas, de alocado - En otras la imaginación niega la expresión, trabándose en la misma punta de la lengua, que finalmente se desordena y traduce y dice lo que le viene en ganas decir. Pero yo me sujeto a la idea que nace uno de mujer pero se hace de la gente, de las cosas corrientes que pasan, de ahí se forma el espíritu, la conciencia. De ese pensamiento me brotan las ganas y mi paciencia para soportar sosegadamente la vida. Porque de chico uno piensa en los demás como uno mismo; equipara, no desglosa, apila en su mente lo percibido y se proyecta una imagen de uno mismo, seleccionada del resto del mundo.
De ahí que, el primer miedo a algo desconocido que recuerdo haber sentido alguna vez me obligó a partir la vida como una naranja.
Yo iba con mis ideas de niño y mis despreocupaciones infantiles, camino a la escuela. Fue cuando me sorprendió de repente las cosas de la vida, disfrazada grotescamente.
__Oye tú. Acércate.
Yo miré al muchacho chaparro del otro lado de la cerca de alambre tejido, la cerca que encerraba en veinte escasos metros cuadrados el primer Parque Infantil que nació con la gestión del último Alcalde Municipal de la República Democrática de Cuba, Don Braulio Lecusay.
__ ¿Quién eres tú? - me preguntó de golpe; yo no supe contestar ni mirarle por mucho tiempo a la cara porque de repente, me atrapó el miedo.
__ ¿Tú eres mudo chico…?
Yo seguía sin respuesta y sin mirarlo de frente. Pero de hecho, en el primer segundo que puse mis ojos sobre él, sin el miedo que me dominó enseguida, vi a un muchacho de mi edad, chaparro, cabezón, con su cara como de gente grande con músculos poderosos y el feo agujero por donde salió la palabra mostró dos colmillos anormales, fuera de serie. Los ojitos duros los sentí metiéndose en los míos, irrespetuosamente, amenazantes. Apretaba con ambas manos la cerca metálica, metidos sus dedos por los huecos rombos que dejan los alambres entrecruzados, sacudiéndola violentamente y estremeciéndola toda de punta a punta.
__ No quiero que pases otra vez por aquí… ¿me oíste? - fueron de nuevo sus palabras sin recibir de contra las mías, porque ni siquiera pude pensar serenamente una respuesta.
La cerca continuaba vibrando con las sacudidas. Los gritos que subían y bajaban de los chicos de los columpios se desvanecieron de repente, nada más quedamos él por dentro del cercado, y por fuera mi falta de voluntad para contraatacar; para finalmente bajar la vista en señal de sometimiento.
El miedo es algo increíble, llega de pronto y no se moleste usted en darle explicación porque no la tiene. El miedo es elástico cuando lo desea, invisible si le parece, destructivo cuando se enfada, mórbido por naturaleza. Así apareció la división del mundo en dos mitades, como una naranja. La parte del muchacho que me intimidaba sin causa detrás de la cerca se me hizo la zona prohibida, intangible, odiosa. Allí tenía su guarida el miedo, regodeado con la sordidez. La otra mitad la ocupó el enigmático futuro en donde se soleaba mi cotidiano quehacer.
__ ¡Vete, no quiero verte más…! - dijo otra vez él, pues yo seguía sin palabras, no porque no supiera decirlas sino porque no recuerdo se formara una imagen dentro del cerebro parecido a palabras y entonces, quedé mudo.
Podemos pensar cualquier cosa para articular algo al rato de sufrir miedo, pero en ese preciso momento estás en su Reino: la sinrazón, la parálisis del raciocinio, el vacío del habla. El miedo infantil debe ser el mismo de los adultos pero tiene la ventaja de ampararse en el silencio, su madriguera preferida, y de allí no lo saca nadie. De grande lo sientes y acudes al siquiatra, te burlas de su poder con un buen chiste, lo encubres para no forcejear con él y lo expones ante tus amigos en una historia para redimirlo, como si la razón de su existencia fuera tuya. Pero el miedo de la niñez, consume el tiempo que pudiera dedicarse al juego; atrapa al vuelo la imaginación inocente, le cierra el paso al disfrute cándido.
El cabezón del parque que siempre lo imaginé detrás de la cerca ocupó parte de mi vida sana. Lo incorporé sin ganas a mi existencia, y el tramo de la escuela a mi casa se hizo más largo para evitar su enfrentamiento. Supe entonces que lo llamaban Drácula, el tipo de la película del Cine Crespi, chupador de sangre y que mi papá me llevó a ver pero no pude terminarla porque allí también entró el miedo, no sé si detrás de mí o lo trajo alguien, o está en todas partes escondido. Lo cierto es que alguna que otra escena espeluznante no la vi porque me puse a mirar el río crecido que era como la pared natural del cine, detrás de la pantalla, hasta que salimos a la calle y me sentí liberado. Esa noche no pude conciliar el sueño pensando en el Drácula del cine que no era ni la sombra del muchacho atrincherado en el cercado.
Drácula me cambió el derrotero, no el tramo que a diario recorría sino aquel que se forma dentro de uno despacito, acumulando golpes, palabras, emociones, para enfilar la vida. Después del funesto día de mi encuentro con Drácula la mitad de mi mundo creció exageradamente, la mitad que no me era dado controlar, aquella gobernada por él. A la otra mitad le nacieron sentimientos malos, nunca antes sospechados por mí.
Un día, no recuerdo cómo, se me hizo el mundo insoportable. Las clases de la maestra preferida no las oí, en el recreo no jugué como de costumbre, la Bandera por ser Viernes no recibió mi saludo patriótico y el Señor Director me plantó el cocotazo donde duele y con aquellos nudillos huesudos suyos, para que nunca se olviden. De la escuela a mi casa el camino de tierra se fue estirando como dándome tiempo a pensar en algo sensato, pero la obcecada figura de Drácula apartaba cualquier otra imagen. Repetido y multiplicado surgía la cara del cabezón y yo vi claro dentro de mí, cómo traspasaba la mitad prohibida y me imaginaba dándole al temible contrincante una paliza soberana, una lección ejemplar. Les aseguro que llegué a pensar como adulto. El cuerpo de niño le sirvió a quien se apoderó de mí, lo tomó de espacio para manifestarse. Hacia su encuentro iban mis pasos que no eran míos y la energía tampoco lo era. Sólo una cosa, felizmente, se reveló a mi favor aquel día: la casualidad, que siempre me soplaba de frente, cambió con el viento. Porque al llegar al parquecito que me era vedado, entré por su puerta con resolución y en todos los columpios, el tío vivo, las canales y los asientos lo busqué por entre los niños traviesos. Aturdida llevaba la mente, fija la idea en el desastre, la locura galopando, las manos apretadas sujetando algo que hoy no puedo dilucidar bien de qué se trataba, si era filoso o romo, y que el poderoso subconsciente almacenó para no dañarme más la mitad de la vida envilecida ni que la otra mitad saludable supiera del asunto.
Gracias a lo imprevisible del destino ese día se ausentó el habitual asistente, el Drácula de mis pesadillas. La ira se me escapó por donde vino y porque me era extraña. El miedo, taimado, miedo al fin, se enquistó dentro de alguna zona desconocida en mi cuerpo. Pude jugar a los vaqueros buenos y malos cuando agachado el que escoge, y los ojos tapados, espera que otro de nosotros diga:
__ Por el señor - señalando a uno del grupo, o a él mismo.
__ ¡Vaquero! - decía el escogedor sin mirar.
__ Por el señor - continuaba su selección en dos bandos.
__ ¡Bandido!
Así creábamos los dos grupos que nos enfrentaríamos a tiros simulados con revólveres de cinco dedos y uno de ellos apuntando al frente, con la boca dispuesta a onomatopeyar el disparo… ¡bang, bang!
O jugábamos a los escondidos, tapándose uno los ojos, recostado a un poste de luz, y contando:
__Uno, dos, tres...- hasta llegar a diez con mucha prisa, y se destapaba uno la cara en busca de los que estaban ocultos…
De tal manera nos divertíamos en las tardes que nos pertenecían por ser niños, y visité el Parque sin cederle espacio en mi mente a la figura fea del Drácula de mis antiguos miedos, ya que nunca más apareció por allí.
Un día supe, por azar de la vida, que el muchacho cabezón parapetado detrás de la cerca del Parquecito Infantil, Drácula, faltó aquel día al sitio perenne de sus amenazas porque enfermó de paludismo y la muerte vino en su busca sin importarle la edad. Sólo por una razón, egoísta de mi parte, le agradezco a la parca impía que permaneciera tres noches a su lado para llevarlo consigo. Se que esto es insano y ruin, pero, póngase usted a pensar en algo que desde entonces turba mi conciencia, pues aquello que me poseyó en el tramo de la escuela al parquecito, estoy seguro, era la muerte misma, disfrazada en mí, que utilizaba mi cuerpo dominado por la mente enferma de rencor y cobardía. Pero se nos adelantó la fiebre palúdica, que seguramente era otra opción pensada por ella para matarle. Y en esa confusión que de todas formas salió perdiendo el cabezón del Parque, Drácula, me salvé yo la existencia y ahora hago el cuento tranquilamente.