Si me equivoco, salten al ruedo de la opinión
y digan lo contrario, pues aquí voy a expresar, sin adulación a mi Cuba y sin
exagerar un tantito así (dedos pulgar e índice pegados). Lo que voy a enunciar,
un caso único sobre la tierra y que no me consta de otras partes del mundo ―que
no he visitado nunca ni he leído en libros―, sino visto en películas, noticiarios
y documentales. Voy a decirlo cueste lo que cueste ¡Tanto me obliga la experiencia
que guardo sobre el tema!
Bien, aquí les va. En Mayarí (en la isla de
Cuba es igual): No existe el peligro de
ser devorado por fieras ni envenenado por culebras ni morir de frío ni ninguna
otra muestra de la naturaleza que no sea nuestra propia actitud inadecuada ante
los eventos.
«Desde niño, siempre escuché atento a los
mayores cuando me llamaban la atención sobre un peligro eminente o una acción
que me llevaría a recibir una herida o, incluso, la muerte (Atentos: hasta la
muerte). Pero ninguna se refería a que un animal salvaje, un insecto dañino, un
reptil mortífero, una temperatura extrema, un hambre atroz, una sed de desierto
y etcéteras me produciría tal mortal mordida o picada o desazón en el cuerpo
que provocarían miedo a: pernoctar en cualquier lugar, sea monte tupido,
sabana, costa, montaña, rivera de ríos (aquí cabe el mañoso etcétera)».
¡Ah! ¿Qué no me cree? Pues usted no es
cubano, por no decir ―aunque se me salen las ganas―, decir, repito, que usted
no ha visitado jamás, como yo, los campos de Mayarí, quevá compay.
Mire. He caminado sin sentir ningún tipo de
peligro para mi integridad física durante horas por parajes inhóspitos,
arroyuelos, escarpados, cuevas, ¡monte adentro, compay! Me bañé bajo los
aguaceros, corrí descalzado por los fangales y, etcétera. Si no es mayaricero
no puede imaginárselo, pero yo le digo, le digo. Ponga atención.
Mire. Dormí en el suelo limpio en las alturas
de Calunga o en Venganzábalos o en la Sierra del Cristal; y anduve entre la maraña
del marabú y toqué (sin querer) el corrosivo guao que quema la piel, sin bravas
consecuencias. Entré en cavernas donde a medida que avanzaba iba pisando una
montaña de cucarachas y todo tipo de insectos desagradables aunque pacíficos;
anduve entre majaes (grandes, aunque no tanto como la anaconda) que esperan
pacientes el bocado de un murciélago, que atrapa al vuelo; de alacranes que me
han picado montón de veces, dolorosa pero ninguna letal; de panales de abejas
silvestres que me han perseguido y picado. En fin, yo caminé por los montes y
solo traje a mi casa olor a monte pegado a la ropa y escozor en los brazos
debido al picapica, que es una plantita trepadora que te deja unas pelusas
punzantes medio jodedoras. Eso es todo.
Oiga, usted no tiene idea del paraíso de Cuba,
en el buen sentido geográfico. Dicen, no me crean si quieren, que Tomás Moro
basó su obra homónima de «Utopía» en
la Isla grande, esa que dibujan como un caimán, mi Cuba. Dicen, no me van a
creer, ya lo sé, que el paraíso de Adán y Eva es la copia de mi tierra. No pudo
ser otra, claro, sin manzanas.
Si alguien me dice que existe en el planeta
otra tierra igual, que lo diga ahora o calle para siempre.