¡Compañero, chequendengue!
Érase una vez un profe tonto, una linda escuela y una organización proletaria. El profe se lo creía todo y actuaba en consecuencia. El dicho profe mató hombres malos en las Guerras por la Independencia de Cuba y luego combatió al Imperialismo Yanqui en la otra Guerra interminable contra un enemigo invisible que diariamente amenazaba invadir y retornar a la explotación del hombre por el hombre. En sus palabras ensalzó a hombres que se tenían por patriotas ya que defendían una causa justa, aunque estos patriotas mataran a otros tipos de patriotas, sus hermanos, que defendían otra causa que creían también justa, pero en realidad eran los enemigos de la libertad, del bienestar del hombre etc, etc. según le enseñaron los compañeros Marx y Engels. Dijo y maldijo. En sus viajes por la historia mostró a sus alumnos el salvaje capitalismo, todo lo horrendo, todo lo injusto. Se olvidó hablar de muchas cosas buenas que hubiera hecho posible la comparanza, por eso, fue un profe terriblemente malo y tonto. Pero tuvo sus méritos, sin pretenderlo, porque era un profe ingenuo y tonto que creía lo que le enseñaban sus compañeros organizados en un Partido del pueblo.
En cierta ocasión, por sus méritos, se ganó el derecho de comprar un reloj de bolsillo, de esos GRANDOTES que se atan con cadena a la trabilla y se cuela en el bolsillito del menudo, el chiquito de alante, para mostrarlo al estilo Sherlok Holmes y que fuera un invento del siglo XV. En realidad él no necesitaba reloj, pero ahí estaba, recibiendo estímulos. Claro, no fue nada fácil como muchos seguramente pensarán, no. Después de la Asamblea de Mérito y Demérito, que siempre le pareció sonaban igual, en donde le habían otorgado el derecho a comprar el susodicho artefacto, lo llevaron a la Dirección, dos de sus “compañeros”, el Director y el Subdirector, uno moteado “Botella” y otro apodado cariñosamente “Fouché”…
_Compañero – dijo el dueto – nosotros sabemos que te mereces el reloj, pero necesitamos un sacrificio que sólo los revolucionarios saben ofrecer.
_ De qué se trata – dijo sin ganas, metiendo la cabeza en la guillotina de Robespierre, casi a sabiendas, como todo buen revolucionario tonto.
_ Pues verás. Resulta que tenemos un compañero que llega tarde todos los días porque no tiene reloj despertador y queremos que tú nos ayudes a resolver este asunto.
_ ¿Yo? ¿Y qué hago, voy a su casa y lo despierto?
_ No, vive muy lejos, en Seboruco.
_ ¿Quién es el irresponsable dormilón que no lo despiertan ni los gallos – preguntó tímido, casi con el compañerismo roto.
_ Mogollón – contestaron los compinches, digo, los compañeros.
Claro que se puso serio el profe tonto, no por la porquería aquella que colgaría en su bolsillo como un moco, sino porque sinceramente él creía en los estímulos revolucionarios y pensaba que lo merecía. Se lo arrebataba nada menos que un dormilón. Trató de forcejear, en vano, su tontera superaba todo esfuerzo. Le alegaron otras razones malvadas y le timaron tal hicieron los bribones del descubrimiento de América con los indios incautos.
_ En la próxima asamblea de méritos recibirás uno mejor, compañero, tú te lo mereces.
Lo dijeron así, con un brillo peculiar en los ojos, el brillo de los espejitos que Hernán Cortéz mostró al indio Guayabao a cambio de su mujer encuerada y el oro mortal. Y todo aderezado con una sonrisa de sobrio compañerismo. Menos mal que no existía para entonces ninguna forma de obtener unos relojes Cucú, o de arena o de sol, porque a estos “compañeros” se les hubiera ocurrido, bajo juramento compañeril, hacerle una entrega especial en otra asamblea de aquellas. ¡Menos mal!
¡Ñooo! Cayó en el jamo como un cangrejo hambriento bajo el puente de madera del Paso de Chavaleta, allá en su pueblo natal de Mayarí. Por supuesto, nunca cumplieron los compañeros Botella y Fouché. Y aunque hallen mal que diga esto, el tonto siguió con su tontera por un tiempo, hasta que le hicieron caer en otras trampas, y le fueron cortando en una guillotina donada por los Jacobinos, los dedos, las orejas… y así lo trozaron despacito hasta llegar más abajo de la cintura, entonces medio despertó del letargo antes de la cruel amputación. En esa otra zancadilla, que dicho sea de paso, no le fue tan mal aunque sin recibir el Premio por sus méritos, aprendió a caminar sin estímulos pérfidos ni certificados ni galardones.
_ Compañeros – dijo uno de los asambleístas apodado “el hombre montaña” – Nosotros entendemos que el compañero tiene suficientes méritos para pertenecer a las Gloriosas filas de la Juventud Comunista.
El profe tonto, un poquito despierto ya, quedó boquiabierto, no obstante su aprendizaje, pero aceptó porque él sinceramente creía aún en los estímulos y como aquello no era material, como un reloj sangandongo o una olla de presión que provocaría una discusión entre compañeros de “a quién le pegaban más tarros”, pues no habría competidor. Entonces se sintió alagado, satisfecho, pues lo habían elegido por sus méritos. No importaba a qué grupo iba a pertenecer, si a los Caballeros Cruzados o a los Pioneros, o al Grupo Iraquere. Lo importante era que había sido seleccionado del montón por sus méritos. Pero una vez llegado al punto, como aquellas palabras terminales del cura: “y quien tenga algo en contra de esta unión que lo diga ahora o calle para siempre” , se alzó la voz potente, siempre alerta, aunque enmarañada la lengua pero camaraderil, del Director apodado “Botella” quien dijo:
_ Compañeros. Nadie puede opinar en contra del compañero que ustedes han elegido por sus méritos en la Escuela – y el tipo hablaba de una forma peculiar, con la lengua medio enredada y tocándose la portañuela – Pero yo me opongo porque ví al compañero la otra noche con una guitarra bajo el brazo, y eso, compañeros, no lo podemos aceptar en nuestras filas gloriosas. Eso es “diversionismo ideológico”
Ja,ja,ja. Érase una vez un profe que dejó de ser profe y tonto, todo gracias a sus compañeros de las gloriosas filas de la Juventud. Va y a lo mejor, con el tiempo, alcanzó otros grados infelices, pero desde entonces comenzó a reunir valores entre sus amigos, sin que pretendiera mayor estímulo a cambio, que la amistad y la consideración. Y cuando alguien le decía: ¡Compañero! él cruzaba los dedos y magullaba:
_ ¡Compañero, chequendengue!