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PerroTrabuco
Blog de wichojaime quien escribe todo lo que cree saber de su pueblo, Mayarí, al Oriente de Cuba.
23 de Abril, 2011    General

El pacto del arroyo. Cuento corto


El pacto del arroyo

 

   Yo la vi. Estaba flotando con su cara linda mirando el fondo del arroyo mientras su pelo negro se abría en abanico sobre la superficie y el vestido de luto que usaba le servía de adorno porque se dejaba llevar por las aguas que  ondulaban con el viento y  entonces se movía e infundía respeto aquello. La vi de lejos, desde arriba, mi vista buscando el remanso del Pontezuelo, arroyo que siempre y sin explicación me pareció como de aguas misteriosas, oscuras por la arbolada orilla, aunque para entonces, y estoy hablando de mi niñez que van para cuarenta y cinco la diferencia, corría limpio, siempre que no se presentara un temporal con sus aguaceros o la interferencia del Río mayor, el Mayarí, que le aguantara su discurrir y se le atravesara como  pared natural, entonces sus crecidas y sucias aguas que bajaban de las montañas lejanas se le metían en contra de la corriente al Pontezuelo que se pintaba de un color siena, fangoso. Pero con ella flotando, las aguas ese día estaban claras. Y se llenó de vecinos el recodo para verla, flotando con su cara linda mirando el fondo del arroyo. Y sin preguntar qué sucedió puse atención a los comentarios y entonces se me hizo la existencia una confusión inexplicable porque usted puede que no esté de acuerdo con la vida que lleva pero de eso a lo otro, a quitársela, van un montón de pensamientos encontrados y tiene familia alrededor que seguro sufrirían. Y mis diez años no eran para andar de indagaciones, ofreciendo el motivo a que los mayores me empujaran tratando de apartarme de la vista desagradable que la imagen ofrecía. Pero ya era tarde, yo la vi, flotando en las aguas apacibles, con su pelo negro abierto en abanico. En consecuencia dos cosas penetraron a mi vida: el arroyo y la mujer. Al Pontezuelo lo descubrí ese día, a pesar de vivir tan cerca y pescar en sus aguas, aunque nunca pude bañarme en ellas. A la mujer no la conocí completa, me faltó tiempo y edad para ello.

   Sobre la quebrada y en sus márgenes no cabían los curiosos. El gallego Antonio aprovechó para ofrecer su opinión sin que nadie se la pidiera.

   __ Seguro no le permitieron amoríos con el tal Salustiano, uno de sus tantos antojos – sentenció tajante.

   __ A mi me parece que todavía recordaba al difunto – envenenó con su parecer el dueño del bar.

   Los sucesos que van quedando a la zaga me vinieron a la mente. Fue tres días atrás, el domingo. Lo recuerdo porque mi papá llegó de la gran Capital y tuve que correr para esconder con disimulo los avios y no supiera que pescaba en el arroyo. Eran pasadas las tres, pues el viejo Nemesio entró al bar con su puntualidad de siempre, y después del doble de aguardiente, que se lo bebe siempre a pura muecas de un tirón parado en la barra, echó un níquel a su canción predilecta que era la misma de los demás y de todos los días, alborotando al vecindario con aquella interminable melodía de vitrola. Y yo observaba el ajetreo desde mi posición, a la sombra de las copiosas guásimas, con mi varita de guayaba, curricán y anzuelo. También veía a Quintiliano el gallero, cortando plumas y poniendo espuelas a su Pinto tuerto, con seis peleas y sólo una malograda, en la que de primer tope salió perdiendo un ojo pero continuó dando revuelos recostado a la barandilla hasta que Quintiliano decidió levantarlo del ruedo. Se escuchaba a lo lejos la bulla que hacían los jugadores empedernidos en las peleas de gallos, frente a la Panadería de Andalia, en el único edificio alto en todo el barrio hecho de madera recia y circular como el Coliseo Romano.

   La tarde estaba aburrida, no pescaba nada ni por una casualidad, y yo miraba dentro del agua oscura pero cristalina donde las nubes nadaban junto a los Dajaos veloces con sus franjas amarillas de cabeza a cola huyendo de los Joturos grandotes que no picaban aunque le pusiera pegolín al anzuelo. La mujer se acercó a la orilla y tomó asiento en la hierba a unos cuatro metros de mi pesquero. Tiró al agua un papel roto en pedazos como quien lanza al vacío la vida misma, que al caer hizo olas en círculos y los peces enfilaron al movimiento pensando en comida sin trampa, pero eran papelitos con letras flotando que mordisqueaban voraces y volvían a mordisquear provocando un aguaje que hizo sonreír a la mujer. Entonces me fijé en ella. Era blanca, no del blanco de las hojas de libretas, ni de las nubes, ni del color de todas las pieles. Era un blanco distinto, que con los ojos se podía tocar y sentir la suavidad, deslizándose la pupila por su textura. Metí mi vista atrevida en su cuerpo, empezando por la tela. Vestía de luto y las mangas estaban subidas hasta el codo y sus piernas al descubierto de la rodilla al suelo, con sus pies descalzos, y entonces escalé arriba buscando la cara, de un pálido bonito lleno de candor, con su pelo negro azabache revuelto hasta los hombros; y, como acabados de despertar de un largo sueño sus ojos mustios.

   Me faltó escuchar su voz para completar la imagen de la mujer enlutada que mi memoria retendría para siempre, pero imperceptible fue el movimiento de sus labios, como hablándole al arroyo. Así estuvimos los dos por espacio de una hora. Yo la miraba en cada lance y recogida de la carnada. Ella como estatua con su alma sumergida en las aguas y el pensamiento ocupado en quién sabe cuál profundo pesar.

   Lo único que atrapé al sacar por quinta vez el anzuelo fue un pedazo grande del papel roto pegado al cordel, y no por curiosidad, sino por tener algo que le perteneciera me lo guardé como recuerdo. Le vi llorar aquella tarde, con lágrimas amargas. Y por caprichos que tiene la vida en el bar que nos quedaba justo al frente, allá en lo alto del camino, nadie escogió la misma aburrida canción de moda sino otra distinta. La voz romántica de un cantor de boleros se dejó oír una y otra vez saliendo del traganíquel, muy triste, hablando de traiciones y amores perdidos. Ya cuando se iba, me dedicó una mirada tierna y así quisiera recordarla.

   __ Pues ni una cosa ni la otra – terció una de las mujeres de la vida, de aquellas que sobrevivían de vender su cuerpo en el Prostíbulo de Bolo, que como era su día libre tenían permiso del Municipio para salir de compras. Y con su intervención retorné a la realidad.

   __ ¿Qué dice usted, señora? – preguntó Antonio el gallego.

   __ Esas son cosas de cobardes – dijo ella – peores cosas nos ocurren a nosotras y aquí estamos echando el resto – hizo la señal de la cruz en sus grandes pechos que llevaba casi por fuera de la blusa, dio la espalda y se marchó por donde vino.

   La multitud se agrupaba ahora en torno a la policía y al médico forense. El cuerpo de la mujer estaba cubierto por una sábana blanca que la dibujaba en todos sus altos y bajos. Su pelo continuaba siendo hermoso aunque mojado y sucio, y cuando el Sargento levantó la tela en busca de su rostro se le notaba la serenidad y entereza en aquella hora decisiva.

   __ Se la llevan directo a picotearla – afirmó el gallego – seguro averiguan qué le pasó abriéndole el pellejo y hurgándole en las tripas.

   Yo solo sé por qué me puse como me puse, y porque, sinceramente, me dio rabia aquello que dijo el gallego y temor a que supieran la verdad, pues son muy pocos los que entienden de razones o manifiestan compasión ante el dolor ajeno. Le lancé una patada con intenciones de golpear su canilla y se desvió buscando la entrepiernas. El pobre peninsular hizo por aguantar el dolor con la mano y todo retorcido como para no quejarse, me miraba sorprendido y atinó decir entre dientes:

   __ ¡Carajo… puñetero…!

   Corrí hasta lo que fue mi lugar de pesca, en donde conocí la mujer de negro, y allí me llegaron otra vez al recuerdo los días pasados.

   Recordé entonces cómo se alejaba ella aquel día tan nefasto, sumida en el silencio, pero yo supe que dejaba parte de sus penas en el arroyo ese día. Una determinación llevaba fija en su mente que la impulsaba barranca arriba, apartando matojos. Y yo leí el trozo de papel por eso hoy me pesa haber estado pescando sin permiso, porque las letras mojadas eran la  clave de todo, de cuyo contenido no quiero comentar por respeto a la difunta, una mujer singular aunque misteriosa, que si una palabra dijera yo enojaría a Dios y pudiera darme vergüenza luego. Y la vida que ella troncó sin razón o teniéndola, entonces sería un gesto faltoso de valor porque no hay quien entienda lo que decide un ser desesperado. Prefiero pensar que se se lanzó al agua tratando de volar con las nubes, sólo que no miró arriba equivocando el rumbo. Y si hubo algún culpable en aquella huída desesperada, no presentó la cara cobarde. Entonces, el Arroyo Pontezuelo, al que siempre  temí por sus aguas sombrías asumió lo suyo y cumplió con la mujer enlutada cuando aquel domingo concertaron un Pacto de muerte del que yo fui testigo.

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publicado por wichojaime a las 18:46 · Sin comentarios  ·  Recomendar
 
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Luis Jaime Saiz

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