Frutas y frutos del país.
“Cubanos, la industrialización de nuestra Patria trae abundancia de trabajo y bienestar para nuestros hijos…Consumamos productos cubanos” Rezaba un cartel, para 1960, en la frutería de mi padre en el pueblo de Mayarí.
Voy con rumbo a Piedra Gorda(1975, han pasado 15 años del cartel) Piedra Gorda, pequeña aldea en las cercanías de los Pinares de Mayarí. Los mangales jalonan el camino. Para mayo o junio se madura el mango, se regalan, silvestres, como piedras que puedes patear o recoger por el sendero o recolectar aquellos que gotearon y se hundieron en la corriente, amarillos, dulzones, matadores de la hambre fastidiosa. De tramo en tramo el agua del arroyuelo empapa la orilla, sumerge raices y pedruscos. Tiene voz de fragores, como de trueno apacible, eterna voz de arroyuelo. En toda su orilla se descuelga la manzana rosa o pomarosa, es fruto sublime, aunque pequeño. La planta florece todo el año.
La maya o piña de ratón, intimidante, amaga punzarme con sus hojas de serrucho, me sujeta al camino, me custodia y vigila. Vallan el terreno para librarse de intrusos y pare un fruto seco, comestible, de sabor picante parecido a la piña que finalmente produce una dentera o acedía molestosa y se logra alivio masticando la verdolaga. En un recodo despejado se abre como abanico el camino, y se deja atravesar por el arroyo, sin que haya puente, pero me permite vadearlo en los pedregales del bajío, antes de llegar a población. Quizás a propósito no carga puente, para que arriben los visitadores con los zapatos limpios. Se trepa muy arriba el curujey. Dicen que, acusado injustamente como parásito por el bosque envidioso, resentido al verlo subir tan alto, Olofin lo convocó. El curujey traicionado alegó interés de cercanía a la Divinidad, por lo cual Olofin, sincretismo del Cristo de los católicos, causa y razón de ser de todas las cosas, lo autorizó a quedarse encimado, cerca de él, con la conveniente condición de que en lo adelante aplacara la sed, matara parásitos y disminuyera el azúcar de la sangre. Y la planta, tan servicial como astuta, fue valiosa al hombre desde entonces.
Así llego al vallecito de Piedra Gorda, caserío partido en dos por el arroyo llamado Enmedio, el mismo que me sirvió de guía. El vallecito escasamente poblado se escabuye dentro de magestuosos árboles frutales que sombrean la campiña, y abunda la maya setera. El caserío está embutido entre lomas y herido al centro por raíles de acero, al pie de una obra monumental y única: “los planos inclinados”. Puedo adivinar que está habitado el lugar por el hormigueo de hombres que arriesgan la vida emparedados entre vagones ahitos de tierra colorada, tierra mineral que baja de los pinares sureños, en donde el hierro, el cromo y el níquel, emergen espléndidos como un tesoro de pirata mal enterrado. Me contó un lugareño, viejo minero de orígen español, llamado Sebastían, que aquella obra la hicieron “los gallegos y los mulos”, y valga la redundancia.
Y hasta allí me persigue la maya obstinada, que punza sigilosa, valla sagaz, útil al anarquismo vecinal, libradora del hocico escarbador y del cuatrero odioso. Pero no se arraiga solitaria en aquel paraje, ni ella ni los mangales. Se levantan, buscando el cielo, los sabrosos mameyes, el caimito copudo, los enormes guayabales, el nispero pulposo, el jobo abundante de ramas que da un fruto aromático y sabroso, el algarrobo magnífico cuya semilla es seca y dulzona, el altísimo mamoncillo de frutilla diminuta que se deja masticar con todo y cuesco, los cocoteros con sus vasijas naturales de masa tierna y agua azucarada y refrescante, y la reina de las plantas cubanas, la versátil palma, que mientras vive es dadora del guano, excelente cobija del rancho, y da racimos de palmiche que comen los puercos y los hace engordar. Cuando muere se le rebana el tronco durísimo, para sacar tablas que utilizadas junto a las yaguas modelan el forro del bohío.
Sus casas de madera, de guano o zinc, tienen tantos años como el camino. Y su gente, guajiramente generosa, se asombra con el visitante, tanto, que suelen enmudecer de fascinación, o miran con los mismos ojos aborígenes frente a la presencia insólita del conquistador español. Aunque buenos y pacíficos, recelan e inquinan. Entre ellos prefieren el cruce, la endogamia está en su naturaleza. Así se hacen y deshacen, crean nueva vida y la terminan. Batallan por celo infundado o la pasión ardida en el infierno.
Así, voy camina quetecamina entre frutas y frutos de mi país. A cada paso cualquier árbol, arbusto o enredadera, pare algo comestible, por muy menudo que sea. Toda planta que bien se yerga, trepe tenaz o culebree la tierra, da frutos que dulcifican el gusto. Entonces de ahí sale mi pregunta ingenua…¿Por qué faltan en los mercados de Cuba?
Dedico mi zote verso a las frutas y frutos que conocí…
Alcé los ojos y ví
La guanábana, arribita,
Y otra había aplastadita
En el sendero de allí.
Bajé mis ojos y así
Vi el melón, la papaya, la cereza,
Pude voltear la cabeza
Sin pisotear el maní.
Vi al zapote y al guineo olí.
Al tamarindo y al mamón
Que le motearon ¡anón!
Pero yo los entendí.
A la ciruela escogí
A comerla de regreso
Y noté mis labios presos
del marañón que comí.
¿No saben lo que yo ví,
Que las llevaba una niña?
La mandarina, la piña,
La lima y el granadín.
Si faltan frutas, las perdí
En un hueco de la mente
Por eso ruego al leyente
Que las enumere por mí.