Coño, doña Fermina, voy a llamarla así porque su verdadero nombre lo olvidaron aquellos que le deben respeto. Pero le va bien lo de Fermina. Oiga doña, hay que tener una puñetera mala suerte para que le pasara lo que le pasó. Es verdad que lo imprevisto o casual nos acompaña a todos lados pero no siempre con el ánimo malsano de romperle el pellejo a uno. Hay veces que llega, imprevisible, la suerte, ataviada de trapos color del choncholí, quiero decir, negro tizón, misteriosa y con todos sus arcanos, nada más para enseñarnos que debemos ser cuidadosos, que debemos respetarla, nada más llega para eso. Coño doña Fermina, pero que tenga Usted la desdichada puntería de entroncarse con la muy maldita… quiero decir, de tropezar la fatalidad con usted, y venga ella acompañada de la otra, la timbalúa... quiero decir la parca maligna, a joderle la existencia sin justificación, bueno, quiero decir a estropearle la figura, eso, doña Fermina, es tener una puñetera mala suerte.
Usted nada más sentió unos toques en la puerta, lo de costumbre, a una hora también acostumbrada al oído. Unos toques fuertes como de puño de hombre entimbalao, quiero decir, enfurecido. Y era, por supuesto, su obligación rutinaria abrir la puerta y luego preguntar…¿qué desea? y seguido…el señor no está... ¿quiere dejarle un recado? Eso le enseñaron a repetir y actuar luego según convenía, aunque nunca se aprende todo. Nunca se aprende a enfrentar, por ejemplo, la mala fortuna, que dicen, no me consta, tiene cuerpo de mujer perversa pero se disfraza de mil maneras distintas y nunca se sabe a qué hora llega ni cómo viene a embestir ni qué cara trae, si con la boca estirada o embembá, quiero decir, animosa o enojada. Llega y nos sorprende siempre. El Señor de la casa, el doctor, no le explicó, en eso llevó culpa el muy pendejo, quiero decir, el muy indiferente doctor, que eran tiempos malos, que no debía Usted abrirle la puerta a cualquiera, y además, no le explicó que él andaba metido en líos políticos, por lo cual había que extremar precauciones. Usted abrió y le sorprendió el infortunio.
Qué cabrona es la casualidad, quiero decir, qué asombroso lo imprevisto! Usted, doña Fermina, no esperaba eso. Sus trajines en la cocina, de allí al baño, y volver a la cocina, que se quemaba el garbanzo, de nuevo al baño y luego a tender las camas, y de allí al baño y a la cocina, que no se acababa nunca, doña Fermina, entre orinales y viandas y escobas y malos ratos. Y en eso llega la mala suerte disfrazada de hombre, jabao él, quiero decir, ni blanco ni negro ni mulato, imprecisa la casta, dígase hombre y hemos dicho todas las imperfecciones, nervioso, que no mueve la lengua para decir nada, ni siquiera los buenos días. Usted, sorprendida, no esperaba eso. Nada más atinó mirarle a sus ojos y le espantaron cuando descubrió que estaban vacíos, y que el hombrín, sin responder su pregunta de rutina que le enseñaron para tiempos de bonanza, aunque eran tiempos de incertidumbre en una aparente bonanza, llegaba tieso de miedo, exaltado, sí, pero apendejado, quiero decir, acobardado, con una mano encrespada sujetando aquella cosa maligna, fatal. Era la puñetera mala suerte ataviada con trapos masculinos e ideales revolucionarios, de lucha cladestina, según se supo después, que usted no alcanzó entender porque lo suyo era la rutina de la casa del médico grande y gordo, en la calle de alante del pueblo, allí frente a la mismita Iglesia Católica, en donde Dios, que a esa hora asistía a su propia Misa y entre bostezos y pestañeos le escuchaba el sermón al cura, no pudo evitar la confrontación ni disuadir a la mala fortuna a que aquietara su desatino.
Hay que estar fatal para que la encuentren precisamente a Usted, doña Fermina, que no la debía ni temía, que por andar en la cotidianidad, en el puro trajín doméstico, no pudo precaver lo peor. El Albur, ese paladín de contingencias es la misma insospechada casualidad, el azar que suele traernos cosas buenas o malas. Todo acaba siendo lo mismo, una desmadrada señorona a quien apodan la Mala Suerte pero debe tener un nombre más picuo, quiero decir, conspicuo. Hay quien la nombra Destino, es el mismo Porvenir que llega inesperadamente aunque todos saben que algún día llegará, no se sabe cómo, sutil o escandaloso, disfrazado con lo mejor que pudo extraer del ropero de doña Ventura, otra de sus aliadas, o va y a lo mejor es ella misma, como el misterio Trinitario. O sea, que da lo mismo esta o aquella, es la puñetera Mala Suerte.
Coño, doña Fermina, hay que traer un chino al hombro, nacer de nalga, pasarse la vida transitando por debajo de las escaleras, romper todos los espejos y encontrarse a cada paso los gatos negros, en fin, padecer un montón de años una puñetera mala suerte para que le sucediera lo peor. Fíjese que si el hombre toca en la puerta, que venía él con sus apuros de matar, y de chiripa, vamos a suponer que de chiripa, le sale el dueño de la casa, el doctor gordo y alto, inconfundible hasta para un cegato, que andaba metido en asuntos de política, haciendo la contra a los barbudos alzados, al que buscaban ese día como locos para ajusticiarlo, entonces Usted, doña Fermina, no acaba con un agujero feo en la frente, muerta a sus sesenta y tantos añitos, nada más porque llegó la mala suerte, metida en un cuerpo de hombre que por penco, quiero decir por pusilánime, confundió un doctor con una criada, que viene siendo lo mismo que andar comiéndose los pellejos del codo, quiero decir andar desubicado, y metió manos al revólver que la dejó a usted tendida para siempre. ¡Coño, doña Fermina! hay que tener una puñetera mala suerte para que un berraco chiflado hijo de... quiero decir un vecino del pueblo que al segurete Usted, allá dónde haya ido, pronuncia seguido el nombre de la madre que lo parió, confunda una vieja hacendosa, una criada, con sus greñas y sus ojeras y sus churres, con un caballero doctorado, empinado y grueso y para colmo, con bigotes. Hay que tener una puñetera mala suerte, doña Fermina.